II Domingo Adviento

Lucas 3,1-6 En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes virrey de Galilea, y su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: «Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios».

Lucas tiene interés en precisar con detalle los nombres de los personajes que controlan en aquel momento las diferentes esferas del poder político y religioso. Ellos son quienes lo planifican y dirigen todo. Sin embargo, el acontecimiento decisivo de Jesucristo se prepara y acontece fuera de su ámbito de influencia y poder, sin que ellos se enteren ni decidan nada. Así aparece siempre lo esencial en el mundo y en nuestras vidas. Así penetra en la historia humana la gracia y la salvación de Dios. Lo esencial no está en manos de los poderosos.

Lucas dice escuetamente que «la Palabra de Dios vino sobre Juan en el desierto», no en la Roma imperial ni en el recinto sagrado del Templo de Jerusalén. En ninguna parte se puede escuchar mejor que en el desierto la llamada de Dios a cambiar el mundo. El desierto es el territorio de la verdad. El lugar donde se vive de lo esencial. No hay sitio para lo superfluo. No se puede vivir acumulando cosas sin necesidad. No es posible el lujo ni la ostentación. Lo decisivo es buscar el camino acertado para orientar la vida.

En este marco del desierto, el Bautista anuncia el símbolo grandioso del «Bautismo», punto de partida de conversión, purificación, perdón e inicio de vida nueva. «Preparad el camino del Señor». Nuestras vidas están sembradas de obstáculos y resistencias que impiden o dificultan la llegada de Dios a nuestros corazones y comunidades, a nuestra Iglesia y a nuestro mundo. Dios está siempre cerca. Somos nosotros los que hemos de abrir caminos para acogerlo.

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