Practicar una religión, orar o celebrar la propia fe se ve a menudo como un comportamiento desfasado, impropio de una persona progresista. Precisamente, poner en práctica lo que decimos y creemos es esencial para un cristiano.
El mensaje de la parábola de Jesús, es claro: ante Dios, lo importante no es «hablar» sino «hacer». Para cumplir la voluntad del Padre del cielo, lo decisivo no son las palabras, promesas y rezos, sino los hechos y la vida cotidiana. Jesús critica precisamente la postura ambigua de quienes dicen «sí» a Dios con la boca para luego decirle «no» con el comportamiento de cada día.
Son bastantes los cristianos que se instalan cómodamente en su fe sin que su vida apenas se vea afectada lo más mínimo por su relación con Dios. Su fe es un añadido, un complemento de lujo o una nostalgia que se conserva todavía de los años de la infancia. Pero no algo nuclear que anima su vivir diario. La fe queda convertida en una costumbre, un tiempo de paz y serenidad semanal, o en una prudente medida de seguridad para ese futuro que tal vez exista después de la muerte.
Todos hemos de preguntarnos con sinceridad qué significa realmente Dios en nuestro diario vivir.
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