¡Feliz Navidad!

Espíritu de Navidad
Un joven de unos 20 a 22 años, de nombre José (viejo sólo para los apócrifos, escritos 300 años después de los evangelios), que vivía en Nazaret, en el norte de Palestina, tuvo que desplazarse al Sur, a Belén, a fin de registrarse en un censo.

Llevaba a su esposa María, ya embarazada de nueve meses. Llegando al lugar, María entró en dolores de parto. José buscó en las posadas de los alrededores y explicó su urgencia. Pero todos decían: «no hay sitio». No tuvo otra alternativa que buscar un rincón que fuera mínimamente seguro.

Encontró una gruta en la que los animales se protegían contra el frío de aquella época del año. Allí, en una gruta. María dio a luz a un niño, llamado primero Enmanuel y más tarde Jesús. Y he ahí que ocurrió algo sorprendente, algo realmente lleno de magia, un factor que siempre da encanto a la historia, que no se rige por los cánones fríos de la racionalidad, sino por lo imprevisto y lo imponderable. Por eso la historia tiene sabor...

He aquí que irrumpió una claridad inmensa, algo así como una estrella que planeó sobre aquella gruta. La vaquita que mugía bajito y el asno que rebuznaba se quedaron inmóviles. Fuera, las hojas que arrastraba el viento, se paralizaron. Las aguas del río, que corrían, se estancaron. Las ovejas que bebían, quedaron inertes. El pastor que había levantado el cayado hacia lo alto, quedó como petrificado. Un profundo silencio y una paz serenísima se apoderó de toda la naturaleza.

Fue en ese exacto momento en que vino a este mundo el divino Niño. Inmediatamente después, se oyeron voces del cielo, captadas por los que estaban atentos: «Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a todas las personas de buena voluntad».

El impacto de este acontecimiento fue tan grande que nunca más ha podido ser olvidado. Dos mil años después todavía es recordado y celebrado, de una u otra forma, en todo el mundo. Es la magia de la Navidad.

Ha sido secularizada por el Papá Noel, y ha entrado en el mercado con los regalos de Santa Claus. Pero nadie ha conseguido todavía destruir el espíritu de la Navidad. Se trata de un aura bienhechora que es preciso conservar, pues nos hace más humanos.

¿Cuál es ese espíritu?

Primero, que Dios es principalmente una Criatura, y no sobre todo Creador y Juez severo. Una Criatura no amenaza a nadie. Es sólo vida, inocencia y ternura. Más que ayudar a otros, necesita ser ayudada y acogida. Si imagináramos a Dios así, no tendríamos que temer. Llenémonos de confianza.

Segundo: el ser humano, por malo que sea, debe esconder un valor muy grande, si Dios ha querido ser uno de ellos. Bien me dijo un día un esquizoide: «Cada vez que nace una criatura, es la prueba de que Dios todavía cree en la humanidad». Dios creyó tanto, que quiso nacer criatura frágil, con los bracitos enfajados, para no amenazar a nadie.

Finalmente, la Criatura divina nos recuerda lo que somos en la profundidad de nuestro ser: una eterna criatura. Crecemos y envejecemos. Pero guardamos allá dentro la criatura que nunca dejamos de ser. La criatura representa la creencia de que es posible un mundo diferente, de inocencia, de mirada sin malicia y de pura alegría de vivir. ¿Podríamos vivir sin ese sueño?

¡Divino Infante: ¡realiza en nosotros este destino!
¡No dejes que muera en nosotros la esperanza!
¡No olvides que fuiste, como nosotros, un niño!
¡Nace de nuevo en nosotros como una Criatura!

Leonardo Boff


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