San Marcos 9,2-10
En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: - Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas… Estaban asustados, y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: - Éste es mi Hijo amado; escuchadlo.
En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: - Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas… Estaban asustados, y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: - Éste es mi Hijo amado; escuchadlo.
Probablemente es el miedo lo que más paraliza a los cristianos en el seguimiento fiel a Jesucristo. En la Iglesia actual hay pecado y debilidad pero hay, sobre todo, miedo a correr riesgos.
Hay miedo a lo nuevo. El Concilio Vaticano II afirmó de manera rotunda que en la Iglesia ha de haber «una constante reforma». En estos momentos, lo que mueve a la Iglesia no es tanto un espíritu de renovación como un instinto de conservación.
Hay miedo para asumir las tensiones y conflictos que lleva consigo el buscar la fidelidad al Evangelio. Nos callamos cuando tendríamos que hablar. Se prohíbe el debate de cuestiones importantes para evitar planteamientos que pueden inquietar.
Hay miedo a la investigación teológica creativa. Miedo a revisar ritos y lenguajes litúrgicos que no favorecen hoy la celebración viva de la fe. Miedo a hablar de los «derechos humanos» dentro de la Iglesia. Miedo a reconocer prácticamente a la mujer un lugar más acorde con el espíritu de Cristo.
Hay miedo a anteponer la misericordia por encima de todo. Hay miedo a acoger a los pecadores como lo hacía Jesús. Difícilmente se dirá hoy de la Iglesia que es «amiga de pecadores», como se decía de su Maestro.
Da miedo escuchar sólo a Jesús. Es el mismo Jesús quien se acerca, los toca y les dice: «Levantaos, no tengáis miedo». Sólo el contacto vivo con Cristo nos podría liberar de tanto miedo.
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