Jn 6,1-15 La multiplicación de los panes es algo que todos los evangelistas recuerdan. Les conmovía pensar que aquel hombre de Dios se había preocupado de alimentar a una muchedumbre que se había quedado sin lo necesario para comer.
Jesús es el primero que piensa en el hambre de aquel gentío que ha acudido a escucharlo. Esta gente necesita comer; hay que hacer algo por ellos. Así era Jesús. Vivía pensando en las necesidades básicas del ser humano.
Felipe le hace ver que no tienen dinero. Los discípulos, todos son pobres: no pueden comprar pan para tantos. Jesús lo sabe. Los que tienen dinero no resolverán nunca el problema del hambre en el mundo. Se necesita algo más que dinero.
Jesús les va a ayudar a descubrir un camino diferente: antes que nada, es necesario que nadie acapare lo suyo para sí mismo, mientras haya otros que pasan hambre, aunque sólo sean «cinco panes de cebada y un par de peces».
Esa es la actitud de Jesús sencilla y humana. Pero, ¿quién nos va enseñar a nosotros a compartir, si solo sabemos comprar? ¿Quién nos va a liberar de nuestra indiferencia ante los que mueren de hambre? ¿Hay algo que nos pueda hacer más humanos? ¿Se producirá algún día ese "milagro" de la solidaridad real entre todos?
Jesús piensa en Dios, por eso, toma los alimentos que han recogido en el grupo, «levanta los ojos al cielo y dice la acción de gracias». La Tierra y todo lo que nos alimenta lo hemos recibido de Dios. Es regalo del Padre destinado a todos sus hijos e hijas. Si vivimos privando a otros de lo que necesitan para vivir es que nos hemos olvidado de Dios, aunque recemos cada día. Es nuestro gran pecado que casi nunca confesamos.
Al compartir el pan de la Eucaristía, los primeros cristianos se sentían alimentados por Cristo resucitado, pero, al mismo tiempo, recordaban el gesto de Jesús y compartían sus bienes con los más necesitados. Se sentían hermanos. No habían olvidado todavía el Espíritu de Jesús.
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